No me gusta la Catedral. Digo Catedral como concepto, como obra simbólica que representa un poder divino dictado por humanos, precisamente por aquellos humanos acomodados en sus dogmas y alérgicos a la enmienda, a los que gustan de la coletilla “esto es así y punto”.
Por el contrario, como obra arquitectónica, como proyecto humano de construcción - me refiero a los que en verdad la construyeron: arquitectos, aparejadores, picapedreros, herreros, dibujantes, porteadores, carpinteros, vidrieros, albañiles...etc. - es una auténtica maravilla de ingeniería técnica, inteligencia, trabajo y gusto por la belleza de las formas clásicas paganas.
Cualquier construcción y edificación que imaginemos contiene un fin ideológico ajeno y paralelo al propio objeto construido, a veces incluso opuesto a la propia función del edificio. Es la idea subyacente, la superestructura que precede a toda estructura.
Sencillamente, que una catedral o mezquita, aparte de realizarse como ofrenda a un Dios, a la historia de un pueblo o a una religión, se hace para impresionar al visitante y “persuadirlo” (o engañarlo, según se mire) mediante artificios para que acepte sin discusión el dogma de fe – y por consiguiente las distinciones, privilegios y jerarquías que hay detrás -.
Esto ocurre con todos los edificios, tienen una función y tienen una misión. Por ello detesto las murallas, los castillos, los palacios, los residenciales - porque segregan y enfrentan a las gentes -. Más me gustan los monasterios, los balnearios, los estadios y piscinas, las bibliotecas y los teatros – porque divierten y enseñan -. Pero mi construcción favorita es el puente. El puente es el símbolo de la comunicación, se construye para salvar un obstáculo y unir, es el consenso, el mediador, es el diálogo en el ámbito político. Es la síntesis, verdadera hacedora del avance y el progreso. Gracias a tod@s los pontífices (etimológicamente - constructor de puentes) que tendéis puentes reales o dialécticos.
Por el contrario, como obra arquitectónica, como proyecto humano de construcción - me refiero a los que en verdad la construyeron: arquitectos, aparejadores, picapedreros, herreros, dibujantes, porteadores, carpinteros, vidrieros, albañiles...etc. - es una auténtica maravilla de ingeniería técnica, inteligencia, trabajo y gusto por la belleza de las formas clásicas paganas.
Cualquier construcción y edificación que imaginemos contiene un fin ideológico ajeno y paralelo al propio objeto construido, a veces incluso opuesto a la propia función del edificio. Es la idea subyacente, la superestructura que precede a toda estructura.
Sencillamente, que una catedral o mezquita, aparte de realizarse como ofrenda a un Dios, a la historia de un pueblo o a una religión, se hace para impresionar al visitante y “persuadirlo” (o engañarlo, según se mire) mediante artificios para que acepte sin discusión el dogma de fe – y por consiguiente las distinciones, privilegios y jerarquías que hay detrás -.
Esto ocurre con todos los edificios, tienen una función y tienen una misión. Por ello detesto las murallas, los castillos, los palacios, los residenciales - porque segregan y enfrentan a las gentes -. Más me gustan los monasterios, los balnearios, los estadios y piscinas, las bibliotecas y los teatros – porque divierten y enseñan -. Pero mi construcción favorita es el puente. El puente es el símbolo de la comunicación, se construye para salvar un obstáculo y unir, es el consenso, el mediador, es el diálogo en el ámbito político. Es la síntesis, verdadera hacedora del avance y el progreso. Gracias a tod@s los pontífices (etimológicamente - constructor de puentes) que tendéis puentes reales o dialécticos.
Pero no hay que confundir tender puentes con cambiar de chaqueta, renunciar a los propios principios o con el infame transfuguismo. Y tampoco hacer como aquellos que se enriquecen y – como el famoso obispo del puente – construyen un puente, no para comunicar sino para cobrar el pontazgo.
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