Arqueología en los libros

Voy en el autobús, como cada mañana me dirijo a la biblioteca universitaria. Tal como vengo haciendo de unos meses a esta parte, voy leyendo, novela, ensimismado y quejumbroso por cada bache que obliga a mi retina a amortiguar el golpe seco. Aunque inmerso en esta tarea que han venido a llamar “lectura”, noto a través de ese especial sentido que todos poseemos, que algunas personas me observan extrañadas y curiosas. A la par, leo, pienso lo leído y reflexiono sobre un tercer tema relacionado con mi ambiente, puedo hacerlo, seguramente sacrificando parte de mi atención a la novela. ¿Qué pensarán esos?... Extrañeza.

Lo más probable es que aparte de la indiferencia, causaré al menos dos impresiones: la primera será una leve atracción derivada de la misteriosa aura que emana el lector impasible, esta impresión será positiva e incluso animará a algún que otro a imitar este comportamiento. La otra impresión, la del revés, es aquella de repulsa, debido a la evidente melancolía que desprenden estos espontáneos leedores. Éste es un prejuicio que a todos nos asalta pero que no va mal encaminado. “Los que leen” son personas serias cuando menos, seres solitarios, taciturnos, buscadores, melancólicos... y eso, “los no lectores” lo perciben y saben que se contagia.

De un rápido vistazo y conforme bajo los enormes peldaños al apearme, busco con la misma retina que antes, cualquier muchacha hormonalmente casadera, lo hago cabizbajo, de pasada, soy tímido. Siempre busco en los ojos de las chicas cualquier indicio de complicidad, no sirve para nada, pero buscar es de balde y mi edad me obliga.

Todo sigue igual en la Universidad, gente seria para arriba y para abajo, chicas con prisa, frío en la mañana, la mirada sospechosa del vigilante, el olor a café, compañeros de clase, saludo rápido y protocolario... Ansiedad.

Llevan varias semanas intrigados con mis extraños comportamientos, en la biblioteca son los que mejor me conocen por las veces me han visto por allí. Hablo de los bibliotecarios. Paso las mañanas enteras, busco, husmeo, disimulo, vuelvo a mi sitio y tomo notas.

Se acerca Pedro, compañero de fatigas del año pasado, convencionalmente me pregunta:

–¡Hombre! ¿Qué tal, qué haces por aquí? ¿Tú acabaste el año pasado, no?. Tras el trepidante interrogatorio, un poco nervioso y cerrando un libro que estaba auscultando, respondo:

–Sí, sí... acabé en septiembre. Me abstengo de corresponderle con otra pregunta de sí y mucho menos le interrogo. A pesar de mi seca respuesta, él insiste:

–¿Qué lees, tío?, –así se llaman los colegas unos a otros.

–No sé, cualquier cosa, busco, –le respondo. Mi interés por mantener la conversación es nulo, seguramente el suyo no ande muy lejos del mío, pero las relaciones universitarias son de esta guisa. Tras el silencio que precede el final de este tipo de conversaciones, se despide, le despido, y se marcha en busca de alguien o así me lo pareció.

¿Cómo voy a contarle a este desconocido lo que estoy haciendo? ¿Cómo explicarle mi tarea secreta? ¿Cómo convencerle de esta peregrina investigación? Y sobre todo ¿por qué?. Continué en lo mío. Pronto acabaré esta sala, ordenaré las anotaciones y pasaré a otra sala. Siempre con disimulo. En contra de las reglas de uso, no deposito los libros en el carro, sería imposible que lo hiciera, pues los funcionarios no darían abasto, llenaría el carro en diez o quince minutos. Me permito esta licencia.

Como todas las mañanas, acaban: acabo, recojo las pruebas y mis libros, y me despido del vigilante con el ademán de “hasta luego”. El autobús y un nuevo capítulo me esperan. Los episodios en el autobús a veces son dramas, enlatados humanos en salsa de vaho y sudor. No me importa, hoy no, estoy especialmente satisfecho de mi trabajo, he recogido abundante material. Me espera el principio y el fin de una tarde con pruebas y anotaciones extraordinariamente interesantes. Mi tesis toma cuerpo, parecía ambicioso pero el trabajo me cunde.

En poco tiempo compruebo que ninguna chica del autobús muestra interés por mí, desisto pronto, razón suficiente para continuar leyendo. Leo una de las primeras novelas de José Saramago. Este autor está de moda porque ha recibido un gran premio y voy a comprobar si se lo merece, como si mi juicio tuviera alguna trascendencia. Como es de esperar de un lector que comienza a querer tener criterio, escojo una de sus obras tempranas. Estoy entusiasmado con la lectura, no sé si es porque este autor es extraordinario, o porque es extraordinario que yo lea novelas. Ahora que terminé la Licenciatura en Humanidades me puedo permitir leer otros géneros, otras historias. Antes, me daba un cierto cargo de conciencia leer libros ajenos a la doctrina de la Historia. Sobre todo porque era más práctico leer las lecturas obligatorias de la carrera, pues en algunos casos suponían la mitad de la asignatura. Hoy día, me puedo permitir realizar la “investigación especial” que me ocupa en la biblioteca.

Si tuviera un empleo digno y amigos disponibles (con un empleo digno también) me iría a tomar unas cañas. Es lo que apetece en esta primavera que no termino de gozar. Es lo apropiado en esta ciudad de generosas tapas. Vuelvo a casa donde, como en la biblioteca, todo sigue igual.

He encontrado una factura de unos pantalones tejanos, su precio es de doce mil quinientas pesetas. Sabía que la ropa de “marca”, la de marca especial, toda la ropa tiene su marca –la de marca especialmente publicada, era cara, pero nunca pensé que tanto. No sé qué pensar, no sé qué poner en el apartado de Reflexión. Usaré un lenguaje sencillo, entendible.

Quiero salir: la noche es cálida. Se me plantea una duda hasta hace poco insólita: ¿Con quién?. Otra duda más común y amiga: ¿Con qué dinero?. Por si el lector no se ha enterado todavía, le pondré al tanto, hoy día no se puede hacer nada sin dinero. No es del todo cierto, si así fuera yo no hubiese hecho casi nada en mi vida, puesto que casi nunca tengo dinero. Me resigno un día más, me ayudo de este estoicismo del que nos valemos los que no valemos en el mercado de trabajo. Ceno, leo y me acuesto.

[Concepto de Biología: mutaciones para la adaptación al medio]

Uno es lo que lee, “dime lo que lees y te diré quién eres”. Paseo meciendo tres libros y una carpeta. Hoy no acudiré a la biblioteca, tengo que asistir a unas clases prácticas en un instituto, como parte de un curso de didáctica y pedagogía. De paso, acudiré a un sindicato para afiliarme, tengo oficio y no tengo beneficio. Me he afiliado en el apartado de desempleados, lo hice para que me informen de la convocatoria de las oposiciones, burocracia.

Encontré un billete de autocar de la ruta Martos-Jaén. Su precio: trescientas pesetas de campiña y olivares. No está mal, lo acerco sutilmente a mis narices y compruebo que perteneció a una chica, ¿será bella?, ¿tendrá una agradable conversación?, ¿cuantos kilómetros habrán recorrido sus zapatos?, ¿hablará mi idioma?... diversidad.

Cuando me dirijo por la ciudad, de los tres libros que llevo, coloco al exterior, para que se vea, el libro-guión que sobre la vida de Freud escribió Jean-Paul Sartre. Me acerco a la puerta del instituto, hay multitud de adolescentes fumando y coqueteando, felicidad.

Paso entre ellos sin mirarlos y describiendo sinuosas trayectorias, por no enturbiar las claras aguas en las que se flota a esta edad. Han pasado cinco minutos de la hora de mi cita con la profesora que guiará mis prácticas. En un arrebato de supervivencia cambio el orden de los libros que penden de mi brazo. En esta ocasión pongo en primera línea de fuego el fabuloso libro, (según dicen, aún no lo he leído) de A. De Saint-Exupéry. Va más acorde con un instituto.

Una vez acabada la instructiva clase, voy directo al sindicato, se me hace tarde. Otra mutación para la supervivencia, exteriorizo voluntariamente la portada del tercer libro, “Retrato del libertino” de Antonio Escohotado. Lo hago consciente de mi impostura, impostura impuesta por el medio ambiente hostil para el que nos han enseñado. No pasa nada, no hay deshonestidad donde todo es deshonesto. No hay palabra de honor donde se adulteran las palabras y los contratos hay que hacerlos por escrito. Me molesta y me sublevo reconociendo mi inmoralidad, los enfermos adictos empiezan a curarse en el momento que reconocen su enfermedad.

He terminado ya con la sección de Humanidades, siempre resultan interesantes los cambios, mañana me toca la planta de abajo donde se halla la sección de Derecho, Económicas y Empresariales. A ver que me cuentan mis amigos los mercaderes.

Estoy fumando en el pasillo, no consigo mantener una novia. Han pasado veinticinco días desde que empecé mi investigación, ya tengo suficiente trabajo de campo, ahora queda recomponer y revisar los datos en el ordenador prestado.

Tengo una metodología diseñada al efecto para esta nueva etapa de la tesis, pero no estoy seguro de su eficacia, no sé, no me convence el método científico, conozco las técnicas estadísticas y tampoco, los resultados obtenidos con ellas no tienen nada que ver con la realidad, la inasible realidad.

Muchos pensarán que mi trabajo es inútil, me digo mientras me planteo la posibilidad de publicarlo. Pero ¿acaso es útil el anhelado viaje a Marte?. En una ocasión conocí a un viejo alfarero, muy inteligente por cierto, que me dijo que lo del viaje a la Luna es incierto, que fue un montaje televisivo en los estudios de televisión de Holliwood. Viendo las cortinas de humo y “guerras inventadas” que usan los presidentes del Imperio para subyugar a sus aliados y alienar al pueblo, creo más en las palabras de aquel artesano entrañable, verosímil.

Tras una primera criba de los materiales, llegó la hora de un avance. En la segunda planta me topé con la factura de un pantalón, un billete de autocar, una servilleta de bar, una guía de conciertos, un recorte de prensa, un papel con fechas anotadas, un poema manuscrito de Jorge Manrique, un papelillo de fumar y una mancha de sangre. En la primera planta, encontré un separador con propaganda de la nueva moneda de la Unión Europea, el envoltorio de un chicle de fresa, el número de teléfono móvil de Alejandro, un pañuelo de papel, una servilleta con direcciones de Internet anotadas y un almanaque de bolsillo con la imagen de San Bernardo. Finalmente lo relevante en la planta baja fue un billete de tren, el recorte de una revista añosa, un díptico sobre un curso de formación, una factura de aparcamiento, dos o tres cabellos largos y morenos, un boleto de quiniela sin rellenar y un clip.

Cualquier investigador perspicaz sabe que con una metodología adecuada y una sistematización rigurosa estas pruebas aportan una buena información, quizá no muy trascendente para la humanidad, pero ¿a quién le importa lo importante?. Lo importante no vende, deprime.

Termino mis trabajos en la biblioteca una hermosa mañana de abril, me despido pegando en la puerta un cartel que dice:

“CUIDAOS EN ESTA BIBLIOTECA, OS CONOCERÉ POR LO QUE OLVIDAIS EN EL INTERIOR DE LOS LIBROS”.

Tres años después y tras un intenso trabajo de investigación con aquellos materiales de excepción, decidí no publicar las conclusiones, no porque no surgieran editores, sino para no alarmar a la opinión pública, Razón de Estado. [Año 2000]

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