Muñecas rotas

Estaba desquiciada desde que descubrió que le temblaban las manos si no cosumía su chino diario. En el barrio fue siempre la más deseada y tuvo fama de guapa, la misma fama que ahora le atormenta al verse como un fantoche en el mugriento y ajado espejo de los baños públicos del parque.

Aquel novio, mucho mayor que ella, que hace ya casi veinte años la engatusó con sus efímeros logros en un club de ciclismo local, no resultó un buen cruce de caminos, más bien supuso el descarrilamiento del suyo propio. Apenas recién cumplidos los quince quedó prendada del ciclista y en contra de toda su familia se obstinó en aquella relación que duró demasiado y de la que aprendió las costumbres que hoy la destruyen. Los ciclistas siempre han sido los vanguardistas de la farmacopea y Gerardo, así se llamaba, no encajó bien el conato de éxito que vivió en la época de Perico Delgado, a finales de los ochenta. De las drogas de farmacia pasaron pronto a los porros, al alcohol y al horrendo caballo. Ahora ella se pirra por una raya de farlopa, deja que le metan mano y se la folla cualquiera, siempre y cuando comiencen el cortejo metiéndose unos tiritos de cocaína durante el botellón. Él murió hace tiempo.

De aquel pasado de heroína arrastra la lipodistrofia facial y los anticuerpos del VIH; en los brazos no tiene marcas, siempre se chutaba en los pies y pocas veces, por la urgencia de un mal pico de sudores fríos, lo hacía en las venas de las manos.

Pero las agujas ya son otra historia, ahora sigue las pautas de los nuevos tiempos; el turulo la vuelve loca, hasta parece una chica feliz e inteligente, que controla, cuando te la encuentras de farra y drogada. Aún conserva la cara de niña inocente cuando se ríe mientras baila, pero de forma fantasmal, esa carita se transforma por segundos en el rostro de una vieja de ojos turbios y mirada perdida, con la cara pellejuda y el cabello sin lustre.

Dicen que últimamente la han visto en los cines haciendo pajas y chupando las pollas de ingenuos amantes ocasionales que juegan a la ruleta rusa con la saliva ensangrentada de la complaciente mantis religiosa, de cuyo nombre no consigo acordarme.

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