Taxi

Todo el mundo se sienta y dicta su dirección, algunos ni siquiera dan los buenos días. El mundo es básicamente espacial, una carrera de un lado para otro, parece que, sin rumbo fijo ni destino, siempre ganándole terreno a las tres dimensiones, no importa la coordenada.

Antes del fatídico día de mi muerte, sufrí el miedo en varios accidentes, en todos los casos, sentí el apretón de manos de los clientes y el calor húmedo del sudor ante la excesiva velocidad. ¡He visto tanto en la vida!, soy multidisciplinar y autodidacta y podría hablarte de cualquier tema, todo lo aprendí de los demás y por eso distingo las cosas importantes.

Cosa importante: las prisas no son buenas. Aquel señor trabajaba con demasiado celo, llevaba treinta años aguantando los desaires de su jefe, treinta años haciendo un trabajo que no le gustaba, treinta años con horario de oficina y puntualidad anglosajona. Y mira por donde, aquel día llegaba tarde a su presidio laboral. Lo noté en la desesperación de su cara y la impaciencia de sus palabras al decir la dirección. Ya había pagado la carrera y casi habíamos llegado a su destino, cuando, junto al semáforo en rojo escuché sus últimas palabras.

– Me bajo aquí mismo –y me abrió precipitadamente justo en el momento cuando pasaba un motorista sorteando el laberinto que se forma entre los coches.
No recuerdo mucho más: el guardia haciendo el atestado, el taxista recogiéndome de la acera y los fisgones mirando. Se apagó el motorcillo de mi elevalunas y no sé si estoy en el cielo de las puertas de los coches o en el desguace. Quizá ahora con la crisis, tenga una segunda oportunidad en el coche de un pobre.

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