Diálogo con el hortelano

Estimado Sr. Paulo Arvez Rodrigo:
He reconocido su voz sin apenas haberla escuchado antes. Algunas mañanas le he visto hacer el reparto de deliciosas mercancías en el mercado de mi barrio. Supuse, por su amabilidad en el trato, que a buen seguro debe ser usted hortelano y que esas cajas de frutas y hortalizas –que trata con tanto mimo y cuidado— provienen del fruto de su trabajo, en algún cercano huerto de esta hortofructícola tierra jaenera.
Supongo que será el último hortelano, porque ya no quedan manos agrietadas capaces de crear en la tierra. También, supongo que tendrá una huerta –los huertos son cosa de clérigos y conventos— junto a algún venero o arroyo, bien regada y laboreada a diario. No sé, son suposiciones.
Invitaba, en su reseña radiofónica del otro día, a que comentáramos los oyentes nuestra experiencia con la radio. Pues bien, a continuación le diré algunas palabras de mi experiencia:
De un padre no hay que aprender muchas cosas, o al menos no compartir las intendencias y pequeñas coyunturas del día a día. De un padre, basta con aprender tres o cuatro cosas primordiales, que te ayuden durante toda tu vida. La experiencia reflexiva y coherente te enseñará el resto de pormenores. Con mi padre aprendí a escuchar la radio. Todas las mañanas, muy temprano, como un ritual de iniciación del día, mi padre encendía su pequeño transistor y se disponía a prepararse para ir al trabajo. Mientras se afeitaba, ahí estaba la voz con eco –todos los cuartos de baño tienen ese efecto— de Iñaki Gabilondo. En la cocina mientras se preparaba el café, escuchaba los retratos de Luis del Val y en la salita, desayunando, bien podría escuchar las declaraciones de un Presidente del Gobierno o de un presunto delincuente. Desde mi dormitorio, el sonido de aquella radio no era más que un lejano rumor que anunciaba el nuevo día.
Mi padre no tiene estudios universitarios pero siempre sabe por dónde le viene el viento. Es parco en palabras y durante mi adolescencia siempre me insistía –y aquí viene otra de sus lecciones primordiales—, que lo peor en esta vida, es ser gilipollas y no saberlo, a continuación me preguntaba ¿tú lo sabes?, yo contestaba tímidamente que sí y luego me quedaba pensando si sí lo sé, o si sí sé que lo soy. En fin, ahora sé que aquello era una estupenda vacuna contra la soberbia.
Pero cuéntame Paulo, tú, que labras los terrones con tus manos, tú, que habitas la periferia de la ciudad, tú, que piensas desde el otro lado del río, al pie del cerro de las pequeñas atalayas, ¿Cómo se ve la ciudad? ¿Cómo ves a los ciudadanos desde tu terraza de caces y agua? ¿Cómo ves al maestro y al alumnado? ¿Cómo ves al gobernante y al impostor? ¿Cómo ves al padre y al hijo?

1 comentario:

RaRo dijo...

me apuesto las uñas que me muerdo a que no ve nada...

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